martes, 23 de febrero de 2016

Dura lex, sed est lex.

Me enamoré de sus locuras,
él de mi oscuridad.
Éramos el infierno perfecto.

Martedì

El desastre abrió sus ojos sin más dilación y observó, aún agarrado de la mano de Morfeo y conservando su olor, un amanecer que ya había amanecido. La luz resplandecía por toda la habitación, mas no tenía una buena razón para salir de aquella cama en la que aún se conservaba parte de la felicidad que necesitaba. No obstante se levantó, a duras penas, para completar un día más de las trescientas once incertidumbres que estaban por llegar a su vida.

Llegaba tarde, o eso le parecía... Fue una vez más engañado por el tiempo, nuestro mejor amigo o nuestro peor enemigo, el mayor troll de la historia del ser humano, ese caradura que nos da un caramelo y nos lo quita al instante, sin piedad. Ese sinvergüenza que nos permite disfrutar de la felicidad a corto plazo, aquella que dura horas, minutos, segundos e incluso ciertos periodos de tiempo que se resumen en breves instantes, para después hacernos entender lo extremadamente rápido que corre como si en una carrera se asentara para ganarte a ti, a él, a nosotros. Para dejarnos por los suelos tras esa inevitable derrota.

Llegó, acalorado, un desastre sediento de idas y venidas, de abrazos, de música, de tu compañía, de incoherencias.

Un desastre sediento de insertar tus iniciales en su biografía.

Llegó. Aceptó que la ley es dura, y no la ley judicial. Tal vez se refería a la ley de vida, ley que te quita más de lo que te da, ley que te enseña por las malas que la realidad es un concepto diferente a lo que se define entre la gran mayoría de la sociedad, ley que te confunde, que se ríe en tu cara por lo inocente que puedas parecer ante sus extraordinarias y apasionantes pupilas.

Llegó, y sin embargo, nunca regresó.
Por tu ausencia y su ausencia.